¡Cuidado, todo el mundo es gay!
Hace unos días los
periódicos ABC y
La Razón cedieron
sus páginas a un grupo ultracatólico para que publicitara un acto
dirigido a todas aquellas lesbianas y gays que quieren dejar “el
estilo de vida homosexual”. El
acto, que ya se ha realizado, consistió en un seminario online
impartido por un psicoterapeuta estadounidense que hace unos años
fue expulsado de la Asociación Americana de Terapeutas, pero que
sigue lucrándose defendiendo que la homosexualidad es un trastorno
producido por traumas infantiles sin resolver que llevan a la persona
a un estado de confusión, y afirmando que con una terapia adecuada
se puede volver al estado ideal que supone la heterosexualidad.
Al escuchar los
planteamientos de los colectivos homófobos que defienden que es
posible cambiar de orientación sexual o de identidad de género como
quien se cambia de camisa, uno no puede evitar encontrar paralelismos
con las propuestas de las posiciones queer más radicales. Y es que
si no fuera porque las finalidades son absolutamente opuestas,
podríamos caer en el error de pensar que están proponiendo lo
mismo. Así que nunca está de más recordar que la homofobia busca
construir los cuerpos, las identidades y los deseos jerarquizándolos
y divinizando al hombre macho heterosexual, mientras que las
posiciones queer persiguen dar agencia y liberar al individuo para
que pueda llegar a ser quien desee, sin que ninguna de esas
elecciones tenga porque ser definitiva, ni mejor que otra.
No sé si las entidades
homófobas que pretenden salvar a los sufrientes homosexuales del
autoodio que ellas mismas con sus planteamientos han ayudado a
generar, son conscientes de que lo que están diciendo es que la
orientación sexual o la identidad de género no es algo que se es,
sino una manera de comportarse, y que por tanto puede modificarse.
Por esa misma razón, no es que ellos sean hombres o mujeres
heterosexuales (si hay alguno o alguna que lo es), sino que se
comportan como si lo fueran. El problema, según su punto de vista,
reside únicamente en que el comportamiento de las personas
transgénero, lesbianas, bisexuales o gays, no se ajusta a unas
determinadas expectativas basadas en la arbitrariedad divina. Y ellos
y ellas, enviados para mantener el orden que su Dios decidió, deben
intentar colaborar para ayudar a las personas que sufren a volver al
estado ideal que supone: un Adán masculino que pierde la cabeza por
una Eva femenina que enloquece por sus encantos.
De sus razonamientos se
concluye por tanto que no es que haya un porcentaje de la población
que es LGTBI, sino que todos y todas lo somos potencialmente, ya que
estas “prácticas” o
“desviaciones” son
fruto de unas determinadas experiencias vitales concretas (causas
ambientales). Y que al ser la homosexualidad potencialmente universal
y contagiosa, pero al mismo tiempo alejada del diseño original, es
un peligro para toda la población. Así que, como de la gripe, los
Estados, las iglesias y el resto de instituciones deberían proteger
a sus miembros (sobre todo a niñas y niños) del peligro que suponen
las personas LGTBI y sus ideologías, ya que podrían seducirlos y
hacerles caer en actos desordenados. Y maneras de proteger hay
muchas, desde la patologización de sus sentimientos o identidades,
la discriminación que les impida realizar determinadas funciones
como sanidad o educación, negación de derechos, invisibilización,
maltrato, privación de libertad, o incluso la muerte. El grado de
violencia necesaria para mantener a salvo al grupo dependerá de la
amenaza que suponga la diversidad, y la capacidad que se tenga para
imponer una u otra solución. Si vives en Madrid y existen unas leyes
contra la homofobia, podrás dar una charla online cuidando el
lenguaje y la puesta en escena para hacer creer que se intenta ayudar
a una persona cuando en realidad se pretende hacer crecer su
autodesprecio de manera exponencial. Si vives en Mosul puedes pasar
de tantas tonterías y lanzarla al vacío desde una torre de
cincuenta metros de altura.
La inseguridad y la
homofobia siempre van irremediablemente unidas, no existen personas
seguras de su propia orientación sexual y/o de género que se
sientan amenazadas por la del resto. Si alguien vive como un
problema, o concibe como una enfermedad, que otra persona se comporte
de acuerdo con como se siente, es porque hay algún tipo de represión
consciente o inconsciente. Cuando un señor respetable se siente
incómodo ante dos hombres en actitud cariñosa, o molesto al ver a
otro con un comportamiento que considera femenino, es porque tiene
miedo de algo. Si una comunidad cristiana expulsa a una mujer por
haberse enamorado de otra, es porque está convencida de que es
necesaria una acción ejemplarizante que persuada al resto de hacer
lo mismo. Donde con más ahínco se defienden de lo que denominan
“lobby gay” o
“ideología de género”,
más se esconden e invisibilizan los deseos e identidades que les
desmienten sus discursos de odio. La homofobia de una sociedad o de
una iglesia es directamente proporcional al número de personas que
sufren dentro de ella, e inversamente proporcional a la libertad que
son capaces de generar.
Predicar el odio a la
diversidad, inyectarlo en el alma de las personas incluso antes de
que puedan reconocerse como diferentes, es un acto terriblemente
cruel. Pero presentarse después como liberadores de dicho odio,
incitando a las personas que son incapaces de aceptarse a
transformarse en el ser humano que ellos consideran que debería
haber sido, es completamente demoníaco. La diversidad es el sello de
la creación divina, y ante ella la homofobia reacciona con actos que
pretenden hacerla desaparecer por todos los medios. Empujar al
sufrimiento a otros seres humanos porque uno se niegue a aceptar la
riqueza y la variedad de la experiencia humana (también la propia)
es una muestra de inseguridad, de miedo, de mediocrida, pero sobre
todo de inhumanidad. Y por eso nuestra sociedad y nuestras iglesias,
si quieren ser de verdad humanas, deberían denunciar y condenar
estas actitudes.
Carlos Osma
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