Cómo reformar la Iglesia
En
ocasiones escucho reflexiones, predicaciones, o leo artículos en los que se
anima a reformar la
Iglesia. Si además la persona que hace este llamamiento
pertenece al ámbito protestante, en algún momento repite la archiconocida frase:
“Una iglesia reformada, siempre reformándose”. Bien es cierto que en
pocas ocasiones indica en qué debe consistir esa reforma, porqué es necesario
hacerla, y qué le ha llevado a pensar así. En realidad, en la mayoría de
ocasiones, creo que la frase es más bien una muletilla, un elemento de la
tradición que sobrevuela el discurso para indicar que se es protestante, que no
se es fundamentalista, o que se está a años luz de otras iglesias en las que no
hubo reforma.
En
Martín Lutero encuentro también esa voluntad de transformación, de reforma de
la realidad religiosa en la que estaba inmerso, pero entiendo que esta voluntad
tuvo su origen en una experiencia previa de insatisfacción real, no teórica.
Lutero tenía una autocomprensión negativa de sí mismo y esto le limitaba y le
producía sufrimiento. Desde muy joven le acompañó el temor a un Dios castigador
que le exigía una vida de sacrificios interminables. Por eso se dedicó al
ayuno, a la autoflagelación, a la confesión constante; aunque nada de todo esto
le hizo sentirse reconciliado con Dios.
Siempre
hay casos excepcionales, es verdad, pero el de Lutero no lo es, creo que en la
mayoría de ocasiones las reformas no surgen de personas que se encuentran
cómodas con el sistema en el que viven, sino de las que padecen sus
consecuencias negativas. Jamás una persona satisfecha con su iglesia querrá
reformarla. Jamás una persona a la que le va bien con la vida que tiene querrá
que ésta cambie. Seguro que en algún momento dirán eso de que es necesario
reformarse, adaptarse, transformarse... pero serán sólo palabras. La reforma
nace de una insatisfacción profunda con el sistema, no de palabras huecas
biensonantes.
El 31
de octubre de 1517 Lutero clavó en la puerta de la iglesia del Palacio de Wittemberg
sus 95 tesis. Por aquel entonces el papa León X quería renovar la Basílica de
San Pedro en Roma, y desarrolló una campaña para recaudar fondos mediante la
venta de indulgencias. Los compradores recibían a cambio una reducción de sus
días de castigo en el purgatorio e incluso el perdón de los pecados. Lutero
podría haber colaborado con dicha campaña aunque sus planteamientos teológicos
no la vieran con buenos ojos, o podría simplemente haberse callado. Pero al
leer algunas de sus tesis encontramos que no fue así:
Tesis 21. “En consecuencia, yerran aquellos
predicadores de indulgencias que afirman que el hombre es absuelto a la vez que
salvo de toda pena, a causa de las indulgencias del Papa”.
Tesis 22. “De modo que el Papa no remite pena alguna a las
almas del purgatorio que, según los cánones, ellas debían haber pagado en esta
vida”.
Con sus 95 tesis Lutero convierte su insatisfacción
en una denuncia. Porque la insatisfacción que es incapaz de denunciar, no puede
reformar ninguna iglesia, ni ninguna vida. Hay un momento en el que la
experiencia de opresión debe surgir y convertirse en algo real para que el
cambio pueda ser posible. Si Martín Lutero se hubiera callado, no estaríamos
hablando hoy de reforma protestante. Evidentemente la denuncia situó a Lutero en
un lugar peligroso, y él lo sabía, no era un ignorante ni un loco, tenía
conocimiento de lo que les había ocurrido a muchos otros reformadores
anteriormente. Para que una iglesia pueda ser reformada, para que sea real la
petición de una reforma constante, se necesitan personas que denuncien el statu quo y que asuman las
consecuencias de hacerlo. En iglesias donde todo esto es imposible, donde las
voces discordantes son excomulgadas, o donde éstas no se atreven a levantar la
voz por cobardía, no hay posibilidad real de reforma. El Espíritu Santo dirige
la iglesia hacia la reforma a través de voces proféticas.
Cuando algunos cristianos y cristianas alaban la
respuesta de Lutero ante las exigencias del papa León X para que se retractara
de 41 de sus 95 tesis: “No puedo ni quiero revocar nada reconociendo que no
es seguro actuar contra la conciencia”. Deberían preguntarse si alguna vez se han
enfrentado a una situación como esa dentro de la iglesia, y si actuaron como
Lutero, defendiendo su conciencia, o como León X, que trató a Lutero como un
delincuente, prohibió la posesión o lectura de sus escritos y dio inmunidad a
quien lo asesinara. ¿Dónde se alinearon? ¿Con quienes defendían la conciencia o
quienes defendían la ortodoxia?
Martín Lutero vivió una experiencia opresiva y
levantó la voz para oponerse a lo que él consideraba erróneo e injusto, pero no
se quedó ahí. Se atrevió también a hacer una propuesta basada en la tradición
bíblica y eclesial, que le liberaba de sus temores al igual que al resto de
cristianos. Se atrevió a dejar sin argumentos a quienes utilizaban las condenas
y el temor en beneficio propio. Y lo hizo afirmando que la salvación es un
regalo de Dios, dado por gracia a través de Cristo y recibido solamente por la
fe. “Justificados,
pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor
Jesucristo[1]”.
No tenía mucho sentido el
sentirse culpable, el vivir atemorizado, condenado... La liberación no se
encontraba ni en la Ley ni en los dirigentes de la iglesia, sino en la fe en el
Dios de Jesús. Por eso un cristiano no debía tener como sumo juez al papa, sino
a Jesucristo y su Palabra en la que se revela su voluntad.
La liberación que supuso la Biblia para cristianos
como Lutero es difícil de entender hoy, ya que la ortodoxia evangélica la ha
petrificado y puesto al servicio de la opresión. La Biblia
ya no es fuente de liberación, sino una ley que está al servicio del capricho
del líder de turno que dice poseer la lectura verdadera. Las lecturas
fundamentalistas han debilitado profundamente la percepción de la Biblia como
lugar de liberación para los seres humanos. Las personas LGTBI somos unas de
las danificadas por este proceso diabólico que pretende destruir cualquier
autocomprensión positiva que podamos hacer de nosotros mismos, al mismo tiempo
que exige una represión de nuestros deseos y un reconocimiento de culpabilidad
por ser como somos. Sólo comprando sus indulgencias con mentiras podemos
alcanzar la salvación que ellos nos otorgan.
Pero es desde esta situación opresiva desde la que
las personas LGTBI podemos convertirnos en profetas que traen una nueva reforma
a la iglesia. Una
reforma que no nacerá del legalismo, sino de la experiencia y la liberación del
texto bíblico de manos de quienes lo están adulterando. Y esto ocurrirá si nos
atrevemos, como Martín Lutero y tantos otros reformadores, a levantar la voz
denunciando la opresión heteronormativa aunque esto signifique nuestra
expulsión de las iglesias que no dejan espacio al profetismo, y que son más
sensibles a las lecturas literalistas y las tradiciones homófobas que al dolor
que éstas producen. Y si partimos de nuestra experiencia y somos valientes en
la denuncia, también podremos encontrar respuestas que dejen sin sentido al
poder heteronormativo. En realidad no tenemos que buscar demasiado, ni ser muy
originales, porque la Palabra de Dios siempre ha dado vida a quienes la han
visto negada, y es por gracia que vivimos los cristianos, por medio de la fe...
no por cualquier otra cualidad humana, ni siquiera la heterosexualidad.
“Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto
no es de vosotros, pues es don de Dios. No por vuestra heterosexualidad, para
que nadie se gloríe[2]”.
Las cristianas y los cristianos LGTBI somos una
oportunidad de reforma para la iglesia, una oportunidad para curar de
heteronomatividad sus discursos, sus lecturas, su praxis. Una oportunidad, ni
la primera ni la última, de hacer del evangelio una fuente de liberación para
toda la Iglesia.
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